Lo recuerdo como si fuera ayer y hace ya treinta años. Sobre las cinco de la tarde, un frío nueve de octubre, en Madrid, abandoné un  reportaje a medias en la redacción. Ese día celebraba mi aniversario de boda y había quedado con mi esposa para cenar en un conocido y acogedor restaurante. En medio del apabullante tráfico, tomé un taxi sucio, maloliente y destartalado que me condujo hasta la joyería donde me habían preparado un precioso anillo para regalárselo a mi mujer. Y al introducirme en el coche, pensé, como hacía siempre, ojo con lo que dices, muchos taxistas de Madrid son ex-policías, incluso algunos en activo…
Rogué al taxista, sudoroso, descamisado y de mediana edad, que me esperara cerca de la joyería para volver a la redacción y concluir aquel reportaje sobre «la incidencia de robos con violencia en Madrid». Ya de vuelta, al introducirme de nuevo en el taxi, y tras indicarle al conductor que regresase al lugar donde me había recogido, no pude evitar la tentación y abrí el paquete donde habían envuelto el anillo. Ilusionado, deseaba observarlo una vez más. Una pequeña y preciosa esmeralda engarzada en un sencillo aro de oro blanco. Una vez abiertos el envoltorio y el estuche, el valioso anillo, brillando como el sol, se deslizó entre mis manos y cayó al suelo mugriento del taxi. Comencé a buscarlo con cierta desesperación pues no lo veía por ningún lado. El conductor me observaba por el espejo retrovisor y me inquirió:
–¿Se le ha caído algo?
–Un anillo, que acabo de comprar -le respondí-.
— No se preocupe usted, cuando lleguemos a su destino, me bajo y yo lo busco -dijo-.
Llegamos al destino, a las mismas puertas del edificio del Grupo Zeta, en la calle de O’donnell, que alojaba la redacción del periódico donde trabajaba. Nada, el anillo no aparecía, se había esfumado como por arte de magia. . Él descendió del taxi. Me solicitó que yo saliese también e introduciéndose en la parte posterior, comenzó a revolverlo todo. Inspeccionó el asiento, levantó las alfombrillas, miró en los ceniceros, en las guanteras. El anillo no aparecía por ningún lado, según me iba indicando. Estuvo más de veinte minutos registrando el taxi o haciendo que lo registraba ante mi mirada atónita.
–¡Me cago en la hostia! No aparece el anillo, señor, y yo tengo mucho que trabajar…
Lo miré fijamente a los ojos. Sabía que mentía e imaginaba que lo había cogido del suelo, ocultándolo después.
–Acabo de comprar el anillo para mi mujer y se me ha caído dentro del taxi. Tiene que estar aquí. Mire usted el envoltorio y el estuche -dije, mostrándoselos en mis manos-. Forzosamente, tiene que estar dentro del taxi –añadí-.
–¡Joder, la puta mierda!, Pues no lo encuentro y yo tengo que seguir trabajando. Mire, no le cobro la puta carrera, pero es que me tengo que ir echando hostias, -insistió-.
Sabía que se había apoderado del anillo, que lo había hurtado ante mis propios ojos. Pero, aturdido, con el estuche de piel marrón vacío entre mis manos, pude reprimir una tremenda rabia interior y en algún momento pensé: yo, comprando un anillo de oro y esmeralda y este pobre desgraciado, un sinvergüenza, sin duda, quizás no tenga donde caerse muerto. Era tal su aspecto y su forma de hablar… También pensé: «este no es taxista, ni policía, quizás se trate de un delincuente sin control…»
Le insistí en que buscase de nuevo, también lo hice yo y, al final, claudiqué. El reportaje a medias, sobre «los robos con violencia en Madrid», me esperaba con urgencia arriba.
–Dígame usted su nombre, dirección y teléfono, también su número de licencia y yo le entrego mi tarjeta. El anillo está en el taxi -aseguré- y cuando aparezca, le ruego que no deje de llamarme. (Cabronazo, te lo estoy regalando y jamás me lo agradecerás -pensé-).
El taxista salió volando y yo, afligido, al no poder hacer el regalo a mi esposa de aquella joya verde esperanza y con la conciencia de haber sido estafado, sentí un escalofrío. Subí a la redacción, terminé mi artículo y acudí raudo a la cena con mi preciosa mujer a quien sólo pude regalar una y mil promesas y un breve poema de amor para celebrar nuestro aniversario.
Jamás me llamó el conductor de aquél taxi. Yo tampoco a él. La denuncia en una comisaría de policía no me mereció la pena entonces. Mi esperanza remota se centraba en que, al menos, el anillo luciese en la mano de su mujer o tal vez, en la de su hija…
Un año después, también con ocasión de nuestro aniversario de boda, encargué a la misma joyería, con mayor esfuerzo económico, una sortija idéntica que regalé a mi mujer en el mismo restaurante. En aquella noche romántica, recordamos juntos el lamentable suceso entre besos y caricias. Al taxista, desalmado y ladronzuelo, le debieron pitar los oídos y, quizás, el corazón, mientras nosotros reímos felices…

 

NOTA: Narro un hecho aislado de hace treinta años y, por supuesto, no representativo de los taxistas en su conjunto. Y eso explica el título de este texto, del que no se debiera inferir, de ninguna manera, porque no es mi intención, una fraudulenta actitud colectiva de los taxistas, profesionales amables y serviciales que me han trasladado con diligencia y eficacia, de un lado a otro, durante toda mi vida profesional.

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