Sucedió un día uno de noviembre de 1974, el Día de Todos los Santos, un año antes de la muerte del dictador, Franco. Yo sólo tenía 25 años.
Me disponía a salir de casa para pasar la mañana en el parque de El Retiro acompañado de mi mujer y de mi pequeña primera hija. Eran las once de la mañana y de repente, sonó el timbre junto a fuertes golpes en la puerta de aquel pisito alquilado en el madrileño barrio de La Guindalera donde vivíamos tranquilos.
Abrí la puerta extrañado por el ímpetu de los golpes y observé en el descansillo a tres hombres corpulentos enfundados en sus gabardinas color beige.
–¿Es usted Rafael Navas Castellón? -Me inquirió el más grueso y bajo de los tres-
— Sí, soy yo.
–¿Seguro que es usted?
–Sí, claro que sí…
–Somos de la Brigada Político Social y nos tienes que acompañar a la Dirección General de Seguridad.
–¿Por qué razón? –balbuceé–
–Las razones ya te las indicaremos allí. Haz el favor –me gritó el más grueso, agarrándome de un brazo–
Mi esposa, atónita, les dijo que no podían llevarme de esa manera, sin ninguna explicación.
Los policías hicieron caso omiso a sus palabras y entre dos agentes me bajaron casi en volandas por las escaleras desde el tercer piso hasta el portal.
En la calle, un cuarto policía, también vestido de paisano, esperaba al volante de un Seat-1.500 de color gris. No pude tomar mi abrigo y sentí frío. Me introdujeron en la parte trasera del coche y a cada lado se situó un agente, el tercero, se sentó delante, junto al conductor.
Durante el trayecto, hasta la Plaza de Sol, donde se hallaba la Dirección General de Seguridad, pregunté varias veces el motivo de mi detención sin obtener respuesta alguna. Los policías permanecían mudos y apestando con el humo de sus cigarrillos el interior del vehículo. Solicité que bajasen una ventanilla, pero no me hicieron caso. Un escalofrío recorrió entonces mi cuerpo. Sentí miedo, pero me sabía inocente de cualquier delito que se me pudiera imputar, salvo el hecho de mi amistad íntima con Julián Jiménez, una gran persona y miembro destacado de Comisiones Obreras y del Partido Comunista de España. Bajo el régimen dictatorial y policial de Franco todo podía suceder…
Al llegar, me introdujeron a empellones en una gran sala destartalada de techos altos y viejos suelos de madera. Dos vitrinas desvencijadas y sin cristales, un escritorio antiguo y algunas sillas de madera conformaban todo el mobiliario de la fría y desangelada estancia.
Me obligaron a tomar asiento en una de las sillas que previamente habían colocado en el centro de la habitación tras lo cual, los agentes que me habían detenido salieron y cerraron la puerta de forma apresurada.
Y allí me encontré solo, ignorando los motivos de mi detención y preocupado por mi esposa que se había quedado en casa inquieta, desolada, sin entender absolutamente nada…
Transcurridos unos treinta minutos, que se me hicieron eternos, penetraron en la sala dos de los agentes que me habían detenido y un tercero, bajito, de pelo largo, oscuro y ensortijado. Sus ojos saltones de besugo sobre un rostro pálido y ojeroso, me miraron de arriba abajo. Se trataba del jefe, sin duda.
–¿De modo que tú has pasado o has vendido tu documentación a los del FRAP, verdad?
–¡Ah, es eso! No, no he vendido nada. Hace tres días me robaron toda mi documentación del coche, el DNI, el carnet de conducir, mis tarjetas…Y, por cierto, interpuse la correspondiente denuncia que llevo encima desde entonces.
–A ver, enséñame esa denuncia.
Extraje del bolsillo interior de mi chaqueta la copia de la denuncia y se la mostré al policía, quien a su vez se lo pasó a otro que abandonó la habitación para verificar el documento.
–¿Me vas a tomar a mí por gilipollas? –inquirió de nuevo el que parecía jefe–.¿Dejas habitualmente toda tu documentación en el coche?—preguntó–
–Pues sí. Ahora entiendo que es una mala costumbre. Suelo aparcar mi coche sobre las 7,45 h. todos los días en una calle en forma de ese que desemboca en Serrano y me traslado andando hasta Iberia, en la cercana calle de Velázquez, porque entro a las ocho de la mañana a trabajar. Y ese día, a las 15,00 horas, tras salir de mi trabajo administrativo en Iberia, comprobé que la puerta de mi automóvil, un Austin-1000, de color rojo, se encontraba abierta y que se habían llevado mi documentación de la guantera, tras lo cual, acudí a la comisaría de Policía más cercana para interponer la correspondiente denuncia.
–Venga, Rafael, dinos la verdad, que no somos idiotas. Nosotros tenemos toda tu documentación y se la hemos intervenido a unos miembros del FRAP que detuvimos ayer. Los tenemos a todos abajo, en los calabozos. ¿Tu militas en esa organización terrorista o en algún partido político?—preguntó otro policía en tono más conciliador–.
–Lo que les cuento es la verdad y no, no milito en ningún partido político.
–¿En algún sindicato?
— No, tampoco.
–No te creo, maricón. Estás mintiendo. Tú y los hijos de puta como tú vais a acabar todos en la trena, por mis cojones, -me gritó el “jefe”, acercándome amenazante la punta candente de su cigarrillo a los ojos–.
Visiblemente nervioso y tras pronunciar tales insultos, abandonó la habitación dando un portazo y exclamando: “este mamón se está haciendo el gilipollas”. ¡Grilletes y apretadle! –ordenó–.
Se mantuvieron en la sala dos policías, uno hacía de bueno y el otro de malo. De forma repentina, me colocaron las esposas, que luego me quitaron para volvérmelas a poner una y otra vez durante interminables y angustiosas horas. Repetían el interrogatorio entre insultos y amenazas atemperadas por el policía “bueno”. El “malo” no dejaba de zarandearme y amenazarme con “muchos años de cárcel” si no cambiaba mi versión. Y cada media hora, salían de la fría sala y me dejaban allí, solo, sentado y esposado, con las manos atrapadas tras la espalda. El interrogatorio, “sui géneris”, duró más de ocho horas en las que se repetían de forma incansable las preguntas formuladas de distintas maneras sin que yo variase ni un ápice mi versión, la pura verdad. Ninguna expresión amable o de duda, ni un puto vaso de agua, ni un cigarrillo… Un fuerte sentimiento de impotencia llegó a invadirme mientras ellos pretendían que confesase alguna relación orgánica con el FRAP, o con algún partido de izquierdas, cosa que no lograron.
Sobre las ocho de la tarde, el policía que mandaba, bajito de pelo negro y ensortijado entró de nuevo en la sala y ordenó a sus secuaces que me quitasen las esposas y me permitiesen salir. “Paradlo todo. Tócate los cojones –dijo a sus compañeros–, vienen órdenes de arriba…”
Al marcharme, me miró haciendo una mueca de desprecio, el mismo desprecio profundo con el que le miré yo a él desde la puerta.
Nadie me devolvió mi documentación, que quedó registrada “para el expediente”, según me comunicaron.
A la salida, me aguardaba mi suegro, Joaquín Piñana, padre de 18 hijos y adepto al régimen. Sus diligentes gestiones habían logrado que me dejasen en libertad. Te han “retenido” de forma ilegal, me indicó mi suegro. Todo ha sido un gran error, añadió.
Meses después, al ver la foto en la prensa, supe de aquel policía cretino, violento, prepotente y chulo que me insultaba durante el interrogatorio. Fanático, duro, sin escrúpulos, de ojos saltones y mirada inquisitorial, se trataba de Juan Antonio González Pacheco, apodado, Billy el Niño, el mayor canalla de la policía de entonces y torturador reputado del régimen franquista.
NOTAS:
*El Coronavirus se llevó por delante a Billy el Niño el pasado siete de mayo de 2020.
La pandemia, por fortuna, también arrasa con los malos.
*FRAP: Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico. (Organización terrorista armada, antifranquista y republicana).