En algún momento inesperado de nuestras vidas perdemos vida y también la guerra contra el paso del tiempo. Nuestra juventud se escapa del cuerpo y la indefectible gravedad descuelga todo aquello que cuidadosamente nos hemos esforzado por mantener en su sitio…
Ya no hay cremas ni pomadas que borren las marcas de tantas risas y penas de nuestro rostro. Tomamos colágeno, vitaminas, jengibre, vinagre de manzana, miel y omega tres y cuanta pócima milagrosa se muestre a nuestro alcance.
Ingerimos menos alimentos y no saciamos el apetito. Sudamos cuando no hace calor y el sueño se interrumpe una y otra vez, no se sabe por qué, sin permitirnos descansar.
Un día nos damos cuenta de que no hay zapato cómodo, de que no vemos sin gafas y de que nuestras calvas y canas crecen sin límite, de que nuestra cintura se va ensanchando y nuestras rodillas redondeando. Comienzan a doler los huesos y también el alma. Y, como dicen algunos graciosillos, si cuando despiertas no te duele nada, es que estás muerto.
Un día, nos cansamos de imitar en el espejo a aquel o aquella joven que fuimos. Nos miramos de frente y no nos reconocemos, no nos gustamos, aún sonriendo, y por fin, de mala gana, aceptamos que hemos vivido más años de los que nos quedan.
Y un día, en el otoño de nuestra vida, y es lo más terrible, nos sentimos solos y cansados, hartos de que la vida haya sido, además de otras cosas, una cadena de decepciones; cuestionamos nuestra propia utilidad, tomamos conciencia de que los conocidos no eran amigos, de que ya no nos quieren en ningún trabajo, de que otros más jóvenes, mereciéndolo, no nos admiran, ni siquiera nos miran cuando tenemos tanto que decir, tanto que enseñar, tanto que ayudar…
Sin embargo, qué hermoso ha sido, haber vivido y sentido. Haber dado tanto amor, como haberlo recibido. Haber adquirido la experiencia y haber aprendido de paciencia, de prudencia, de templanza para continuar aún de otra manera.
Qué importa si ganó la gravedad, si perdimos la guerra contra las arrugas y el paso del tiempo. Que nos hayamos cansado de hundir el estómago y de sacar pecho conteniendo la respiración, que no nos amen ni nos aprecien quienes no nos merecen. Qué importa todo eso si la belleza ahora surge del alma, del recuerdo de lo que hicimos, de lo que aún hacemos, de lo que hablamos y escribimos, del amor y del perdón.
Qué importa envejecer si nos hacemos mayores, eso que queríamos ser de niños, que los haya más jóvenes y más bellos si alegran nuestra mirada y ensanchan nuestro corazón. Qué importa todo eso si mantenemos la vida para vivirla aún en un tono menor y cada experiencia nos llena de sabiduría. Qué importa todo eso si aún podemos ayudar e incluso enloquecer y vivir alegres cometiendo locuras adorables. Qué importa todo eso si en nuestra vida aún permanecen la música y la poesía.
Qué honor y qué orgullo haber amado a otros y amar nuestro oficio, sea el que fuere, haber sido y continuar siendo padres, parejas, novios, amantes, hermanos, abuelos y amigos. Los amigos que quedamos, los de verdad.
¡Que bueno que aún nos abandonen la curiosidad ni la esperanza! Qué bueno no renunciar a nada y también esto de ser como realmente somos, de continuar creciendo, ya sin máscaras ni fingimientos; qué bueno que nos quede tiempo de crear aún y de disfrutar y vivir en libertad para hacer y decir lo que queramos hacer y decir con amor, con ese amor como el que ahora vuelve de nuestros hijos y nietos, sin esperar ni pedir…
(Rafael Navas)