Cuando observo el trato afectivo y tan cariñoso y constante que mis hijas dan a sus hijos, es decir, a mis nietos, escalofríos de emoción recorren mi cuerpo. Y a veces siento ganas de llorar. Yo no tuve esa infancia de amor y cariño, me digo. Y me pongo triste.
El regazo en el que caemos al nacer decide nuestra felicidad o desgracia. Dichosa la persona sobre la cual han llovido como celestial rocío los besos y caricias de sus padres.
Esos besos de puro amor se filtran por la tierna piel del niño y llegan hasta su corazón reblandeciéndolo para siempre…
Quien haya tenido padres justos y amorosos jamás odiará en conjunto a la humanidad. Difícilmente odiará a nadie. Por el contrario, si el niño desde su más tierna infancia ha recibido un trato helado, nunca podrá echar de sus huesos el frío, por mucho que lo intente.
Hoy, cuando vemos tantos casos de padres que deciden desde el nacimiento que su hijo biológico es hija, o viceversa, porque sí, porque ellos lo quieren y no sus propios vástagos. Cuando observamos las estadísticas de tantos malos tratos en la infancia, cuando sabemos de tantos padres que abandonan a sus pequeños carentes siempre de ternura, resulta especialmente importante y necesario otorgar el máximo amor a los hijos. Adiestrar su sensibilidad para que de mayores sean igualmente amables y cariñosos y miren a los demás con el corazón más que con la razón.
Cuan relevante resulta todo eso, la educación con amor y en el amor del ser amado…

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