Era Navidad y estaba a punto de nevar en el parque…

La niña, después de recibir de su propio padre dos sonoros bofetones en la cara y un brutal  empellón, que la hizo caer de rodillas al suelo, se incorporó con dificultad y corrió entre sollozos hacia el banco cercano donde permanecía sentado un anciano inmerso en sus pensamientos.

 

Otros niños se balanceaban en los columpios entre los vetustos castaños de la misma plazoleta del parque, la mayoría, perplejos ante la violencia de la escena. El padre, consternado por su propio comportamiento, víctima de malos tratos en su infancia y muy agitado, se justificaba ante las cuidadoras de otros críos –algunas, abnegadas inmigrantes-, mientras vociferaba:

 

–¡Si es que no puede ser, esta niña es un desastre, ya sé a quién ha salido!.. (Quienes han recibido malos tratos en su infancia, cuando son adultos, pueden resultar violentos, aún a su pesar y, por desgracia, todavía existen padres y madres así).

 

La niña, de unos cinco años de edad,  avergonzada ante la mirada sorprendida de sus amigos, tomó asiento compungida   junto al octogenario. (Los ancianos suponen un buen refugio para los niños). Entre sollozos incontenibles, observaba de lejos, con despecho, a su padre, que se puso a ojear una revista, como si nada hubiera sucedido. A consecuencia de la caída, le sangraban las rodillas, en las que se dibujaban unas cuadrículas casi perfectas de arañazos rectilíneos, mezcla de sangre y lodo. Las lágrimas brotaban de sus preciosos ojos de cielo y se deslizaban por sus  mejillas como finas gotas de agua sobre pálidos pétalos de rosa. Ocultaba su rostro entre sus ensortijados cabellos de miel.

 

Alrededor del banco donde se aposentaba el anciano, las  palomas oscuras y gruesas, picoteaban unas  migajas de pan, agitando con rapidez sus cabezas.

 

-No llores, princesita. ¿Cómo te llamas, qué has hecho mal? –inquirió el decano de ropas oscuras, asumiendo un papel protector.

 

-Me llamo Carolina, me he manchado el vestido de barro y mi padre no lo puede soportar. Esta tarde  me toca estar con mamá y no quiere que ella me vea el vestido así de sucio. Me ensucio siempre cuando juego en el parque –respondió la pequeña, sacudiéndose las lágrimas con el dorso de la mano.

 

-Bueno, bueno, no es para tanto, límpiate las rodillas -le dijo el jubilado mientras le tendía un pañuelo de papel arrugado que había extraído del bolsillo de su vetusto abrigo-. A mí también me propinaban palizas cuando era pequeño; entonces era lo normal, en casa, en la escuela… Ahora no es que me golpeen, me ignoran. Siento la indiferencia de todos, no existo para nadie y no acabo de entender cuál es la razón; quizás sea porque causo temor, o, tal vez, por la edad. Pero entonces, cuando era un chaval, me inventé un amigo con quien compartía mis aventuras y mis juegos; era fuerte y valiente, un héroe y yo trataba de imitarle, representando su papel.

 

-También yo tengo una amiga secreta, solo mía.  Es grande y amable. Se llama Carol y es una princesa negra, muy mayor, como tú, aunque no está tan delgada. Nunca me regaña, ni me  pega, siempre me defiende, como hace mi mami cuando estoy con ella. Me cuenta cuentos y juego con ella cuando estoy sola… ¿Cómo se llama tu amigo secreto para jugar? –interrogó la pequeña.

 

–Yo le llamaba John, como John Wayne. Ese era mi amigo en sueños, mi ídolo. ¿Tú sabes quién era John Wayne?

 

–No. ¿Quién era?

 

–Un vaquero muy valiente, del viejo Oeste americano. Un actor de  cine que,  hace muchos años, en este mismo parque, me dio su autógrafo. Se encontraba rodando una película sobre el circo.

 

–¿Y qué es un autógrafo?

 

— Pues su firma, su propia firma estampada en un papel, en el que me escribió también una cariñosa dedicatoria. Supongo que este amigo imaginario de mi infancia murió, como muere casi todo con el paso del tiempo…

 

–¿Y que haces aquí solo, en este banco, en Navidad,  con tanto frío?, preguntó la niña.

 

–He tenido que abandonar la habitación de mi residencia mientras la limpian, porque dicen que estorbo. Así, aprovecho algunas tardes para venir al parque y dar de comer a las palomas. La verdad es que me siento  enfermo y solo. Nadie sabe lo que me ocurre. Me duelen las piernas y la espalda, los huesos, que no están bien; los médicos, desde hace años,  dicen lo mismo: que a mi edad, es normal, deben ser los achaques de la vejez.

 

–¿Pero, por qué estás solo, no tienes amigos o familia?, insistió la pequeña, deseosa de mantener la conversación en un vano intento de consolarlo.

 

–Pues la verdad es que no. La gente ya no hace caso a los viejos, a veces nos miran, pero no nos ven. Nos volvemos  transparentes, como el cristal. Mis hijos se llevaron el poco dinero que ahorraba y ya no quieren saber de mí. Ni siquiera me permiten ver a mis nietos. Mi esposa se marchó hace años, tantos seres queridos se han ido…

 

La niña había dejado de llorar. Observaba, interesada y compasiva, al mayor. De pronto, se percató de que su padre, a escasa distancia, la escrutaba con desaprobación. Y, de repente,  escuchó su voz en un grito: ¡Carolina, ven ahora mismo aquí, que nos vamos!

La niña, desobedeciendo al padre,  preguntó entonces al viejo:

 

–¿quieres ser mi abuelito?

 

El anciano enjuto, sorprendido, sonrió con dulzura  por primera vez y sus pequeños ojos acuosos brillaron de forma inusitada. Respondió que sí, que se convertiría en su abuelito secreto y le prometió que, además, la esperaría allí todas las mañanas para conversar con ella.

 

— Princesita,  te lo prometo de corazón y será nuestro secreto mejor guardado. Y, ahora, hazme caso, debes querer mucho a tu mami. Una madre es como la estrella fugaz que pasa por tu vida una sola vez. Amala mucho porque cuando su luz se apague, sólo la podrás ver en tu corazón…

 

 

El padre, impaciente y nervioso, se acercó entonces al banco, tomó con fuerza a Carolina por un brazo, de la misma manera que hacían con él cuando niño y mientras la arrastraba por el sendero, cubierto de hojas desprendidas de los castaños,  exclamó: –¡Te he dicho una y mil veces que no hables con desconocidos y menos con los viejos!¡Vámonos a comer!

 

Hacía frío. La magia húmeda y gris del invierno invadía los jardines del parque. Los árboles apuntaban sus desnudas y oscuras ramas a un cielo de plomo y plata.

 

El anciano, entumecido, se levantó con torpeza del gélido banco de granito, hundió las manos en los bolsillos del gabán, escondió el rostro entre sus solapas y encogió los hombros para defenderse de un repentino escalofrío provocado por la nieve que comenzaba a descender con lentitud…

 

Mientras recobraba su propia soledad, aterido de frío, observó en la distancia  cómo la niña levantaba la mano volviendo hacia él su carita esperanzada.

–¡Adiós abuelito,–exclamó–, te veré otro día…!

El anciano, emocionado, la observó por última vez mientras balbuceaba:

— Adios, princesita, mi precioso regalo de Navidad…

 

 

 

 

 

Autor: Rafael Navas

Diciembre 2017

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