Acaba de cumplir 75 años. Vive en un piso alquilado de renta antigua en pleno Barrio de Salamanca, en Madrid. Tiene tres preciosas hijas y una mujer, Elena, buena, inteligente y guapa. Trabajó con profesionalidad y denuedo durante muchos años como técnico de transmisiones en Iberia, donde se jubiló.
Suele suceder que los hermanos más próximos en edad se lleven mejor y se quieran más. Desde luego, ese fue mi caso en una familia numerosa de ocho hermanos. Por encima, un año más, tenía a Jose y por debajo, un año menos, a mi hermana, Carolina. Los dos hermanos que más he querido.
A pesar de ser sólo un año mayor, siempre se sintió responsable de mí y, desde pequeños, me llevaba al colegio de la mano. Cuando adolescentes, yo percibía que las chicas se quedaban prendadas de él. Y es que Jose (así, como le llamamos todos, sin acento en la «e»), era muy guapo, al decir de ellas; muy atractivo. Hemos recordado juntos cómo hasta sus profesoras, mucho mayores, se quedaban extasiadas mirándole y le tomaban de la mano por la calle mientras yo caminaba detrás, atónito, observando la escena. O cómo, un día que fuimos a buscar a nuestra hermana, Carolina, al colegio que se situaba en la calle de Velázquez, próxima a nuestra casa, salieron de clase en tromba todas las niñas, arrojaron a Jose sobre la acera para que una preciosa chica holandesa -Mónica, se llamaba- de ojos azules y pelo muy rubio, le pudiera dar un beso en la boca mientras las demás le sujetaban de espaldas al suelo. Él me pedía auxilio a gritos y yo reía sin parar. Hoy eso habría supuesto una agresión sexual, ¿o no?. Entonces eran cosas de críos… Y es que no debemos juzgar y menos condenar con ojos de hoy lo que ocurría hace tanto tiempo.
Nunca olvidaré cómo, de niños, un día, haciendo el gamberro, también en la calle de Velázquez, que contaba con un precioso bulevar lleno de árboles y setos, caí al suelo y me clavé en la rodilla un trozo de cristal de una botella de Coca Cola. Aquello no paraba de sangrar y Jose me montó a caballo sobre sus espaldas y me trasladó de esta guisa hasta casa realizando un tremendo esfuerzo físico. Aún conservo la cicatriz en mi rodilla izquierda.
Cuando adolescentes, Jose era el responsable, el bueno, y yo, muy travieso, un auténtico bicho, como en toda mi infancia. El era guapo y simpático y yo introvertido, delgaducho y feo. Él pertenecía a una pandilla bastante pija en El Retiro, yo, a una más bien de gamberretes, en el mismo parque. Ambas pandillas nos peleábamos a castañazos en batallas campales que denominábamos, «dreas». Los árboles del Retiro (castaños de Indias) por el mes de septiembre están repletos de castañas que caen a la tierra y suscitan recuerdos…
A pesar de pertenecer entonces a distintas pandillas, nunca, Jose y yo, dejamos de querernos. Un cariño auténtico, entre iguales.
De muy jóvenes, creo que con 17 o 18 años, nos escapamos juntos de casa donde había problemas y nos fuimos en tren (ocho horas de noche) a León, como voluntarios a la escuela de Mecánicos de Mantenimiento de Aviones del Ejército del Aire. Toda una aventura. Yo me quedé allí y Jose se volvió a Madrid no sin intentar con reiteración que me volviese con él. Recuerdo con claridad el abrazo y el beso que nos dimos y la preocupación y la tristeza de sus ojos al despedirnos. Él se apuntó luego a la Escuela de Transmisiones del Ejército del Aire, en Cuatro Vientos, en Madrid.
Y la vida pasó deprisa como pasan los años, los trenes, los aviones o los barcos. Nos casamos, tuvimos hijos y nos hicimos mayores cada uno con nuestra vida, nuestros problemas y preocupaciones. Pero nunca perdimos el contacto del todo. La música clásica, quizás por influencia de nuestro padre, siempre estuvo presente en la vida de Jose. Y aún lo está, tanto como su enorme perro Rocco al que cuida con un cariño absolutamente loable. (Rocco representa fortaleza y resistencia, como las de su dueño)
Hoy, a Jose le han descubierto un cáncer de próstata, claro, el tópico y típico último palo que depara la vida a muchos hombres de avanzada edad. Se lo ha tomado con buen humor y valentía. «La procesión va por dentro». Luchará por la vida y seguirá el consejo de los médicos. Seguro que luchará como lo hizo, hace años, con enorme esfuerzo y éxito (no sin penalidades), para salir de una época oscura, perjudicial y aciaga de su vida.
A mi hermano no le ha sonreído la vida. ¿O sí? Desde luego, la vida no se lo ha puesto fácil en ningún momento. Pero ha resistido con honradez, tenacidad, empeño y principios. Buen hijo, buen esposo, buen padre, buen hermano y mejor amigo. Él viene sonriendo a la vida tal y como le viene.
Yo quiero mucho a mi hermano, Jose.