En pleno mes de agosto, aquella noche inicié el sueño como más me gusta, escuchando el ruido de las olas al romperse en la playa. La terraza de mi dormitorio permanecía abierta  y una  brisa cálida, casi imperceptible,  invadía la alcoba con suaves aromas de la dama de noche plantada en el jardín.

Me encontraba solo en la casa y me invadió por fin un sueño profundo. Sin embargo, a las tres de la madrugada, me despertó el ruido de la puerta de la habitación, al abrirse con lentitud. Alguien se deslizó sutilmente por la alcoba y yo, completamente desnudo, tendido boca abajo en la cama, sentí un pánico repentino que disimulé permaneciendo   inmóvil, como un muerto yaciente en el lecho. Abrí los ojos un instante y, en la oscuridad de la habitación, observé que por sus paredes blancas se paseaba nerviosa la luz de una linterna. Sentí que había dos hombres en la habitación. Se movían con gran sigilo. Uno de ellos permanecía en la puerta, el otro paseó la luz de la linterna por las paredes y por todo mi cuerpo. Cerré los ojos y permanecí quieto, ya digo, como un muerto. Sentí que la pierna de uno de los hombres rozaba mi nano extendida sobre el borde de la cama. Y contuve la respiración. «Rafa, no te muevas, continúa haciéndote el dormido, me dije». Pero mi corazón trabajaba a una velocidad de vértigo;  pensé que sus latidos me delatarían y que los dos tipos se percatarían de que fingía estar dormido. Al cabo de unos segundos, el que me rozó la mano, se había desplazado con lentitud hasta el armario, sin cesar de escrutarme. Escuché el ruido de los cajones de una cómoda deslizándose con suavidad. El pánico se había instalado en mi cerebro y en mi agitado corazón, que se me encogía al tiempo que latía con un frenesí inusitado. Hacía poco tiempo que me habían instalado un stent en la coronaria y presagiaba lo peor: el infarto agudo. La tensión por el esfuerzo de control, fingiendo dormir, me resultaba  insoportable. Y, de repente, estallé. Me di la vuelta y, al mismo tiempo,  proferí un grito infrahumano, de ultratumba, aterrador, como si me estuvieran degollando. A la débil luz de la linterna, observé entonces que uno de los hombres, sobresaltado por el chillido desgarrador,  me apuntaba desde los pies de la cama, con un enorme objeto punzante, mientras se retiraba con rapidez hacia la puerta. Me incorporé sin dejar de gritar y, tras respirar en profundidad, pude ver como los dos intrusos huían despavoridos escaleras abajo. Conmocionado, comencé a gritar:¡Ladrones!, ¡ladrones!, ¡policía, policía!, con la esperanza de que algún vecino me pudiera oír. Pero nadie escuchó mis alaridos y los ladrones  huyeron, dejando un reguero de cosas robadas en la casa por todo el jardín, las de menor valor.

Lo peor, fue que, entre otros objetos y algo de dinero, se habían llevado mi teléfono móvil en el que yo mantenía registradas más de 500 direcciones y números de teléfonos a lo largo de mi carrera profesional de periodista. Llamé a la policía y, en el intervalo de tiempo que transcurrió hasta que llegaron varios guardias civiles, llamé también, desde el teléfono fijo de la casa, a mi propio móvil: «usté gritar mucho», me respondió una voz gruesa y lenta que recalcaba las erres de cada palabra. «Sí, claro» -respondí-, es que me han dado un susto de muerte…Necesito mi teléfono, soy periodista y es mi herramienta de trabajo….» La voz me contestó con lentitud: «teléfono móvil, poderrr negociarrr… dinero y otrras cosas, no». Le pregunté entonces dónde podíamos citarnos para recuperar mi teléfono y, en ese momento, se interrumpió la conversación. Repetí la llamada, más de diez veces,  pero no obtuve ya ninguna respuesta.

Jamás recuperé nada de lo sustraído, pero al cabo de un mes, recibí la factura de Telefónica en la que habían quedado grabadas siete llamadas telefónicas a distintos números de Albania, efectuadas desde mi teléfono móvil.

Desde entonces, en casa, escondo mi teléfono móvil, duermo con pijama, los ojos cerrados y los oídos atentos, sobre todo, para escuchar el hermoso ruido del mar…

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